El mundo de la fotografía, aunque lleno de creatividad, pasión y arte, no está exento de sombras. Una de las más presentes, aunque pocas veces hablada con franqueza, es la envidia que se genera dentro del propio sector. Lo que debería ser un espacio de inspiración y colaboración, muchas veces se convierte en un terreno de competencia malsana.
Todo fotógrafo que decide salir a mostrar su trabajo sabe que no es fácil. Hay que invertir tiempo, recursos, talento y mucha constancia. En ese proceso, algunos colegas, en lugar de apoyar o valorar el esfuerzo, optan por un camino distinto: hacerse pasar por clientes, indagar en precios, formas de trabajo o estilo, para después descalificar lo que otro hace.
Este comportamiento, más común de lo que se cree, refleja un miedo disfrazado de crítica. En lugar de reconocer el talento ajeno o de usarlo como motivación para mejorar, se prefiere desacreditar. Se generan comentarios negativos, se siembran dudas y se busca restar valor al trabajo de quien intenta abrirse camino.
La envidia no solo daña al fotógrafo que es atacado, sino también al que la practica. Porque quien invierte más energía en sabotear que en crear, termina perdiendo el foco de lo más importante: la fotografía misma. El arte se convierte en una batalla de egos, cuando debería ser un espacio de expresión y crecimiento.
La fotografía no debería ser una guerra por reconocimiento, sino un puente para conectar realidades y emociones. El talento de un colega nunca es una amenaza, sino una oportunidad para aprender, inspirarse y valorar la diversidad de miradas que existen detrás de una cámara. Al final, la envidia habla más de quien la siente que de quien la recibe. Y cuando uno comprende que el verdadero rival es uno mismo, la energía se enfoca en crecer, crear y evolucionar, en lugar de descalificar.